domingo, 15 de agosto de 2010

INFANCIAS PERDIDAS

Las insistentes noticias que desde hace unos años han circulado sobre extravíos y desapariciones de menores durante la posguerra española generan con frecuencia asombro, extrañeza e incluso escepticismo, a pesar de la solidez de los datos documentados. Resultante de esa extrañeza surge una reflexión condescendiente. Quizá sea cierto, pero probablemente sucedió en casos aislados, provocados por los efectos sociales de una derrota, la desbandada que le sigue y la intensa miseria material y humana que la acompaña. Como consecuencia de ello ocurrió, probablemente, ese episodio terrible, ese episodio reprobable, ese episodio de todas las posguerras.

Sin embargo, extravíos, pérdidas y desapariciones infantiles no sucedieron como efecto natural de la miseria y el desorden de cualquier posguerra, no fueron el resultado de una derrota, sino de una victoria. Su realidad no fue un episodio, sino un proyecto organizado y bien estructurado para conseguir la reeducación masiva, la transformación de existencias.

Cuando las deportaciones y pérdidas infantiles en España han aparecido como una realidad masiva empíricamente comprobada, ha surgido rápidamente la analogía argentina. No es extraño, porque ha sido el caso más conocido gracias a la persistencia de los familiares organizados en efectivas asociaciones que difundieron las noticias y reclamaron a hijos y nietos. Sin embargo, las diferencias entre ambos casos son muy grandes.

De Argentina procede el primer estudio elaborado que tenemos sobre desapariciones políticas, me refiero al informe presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas,
presidida por Ernesto Sábato y publicado en 1985. La comparación entre las seis tipologías establecidas en el informe argentino y las tipologías propias del caso español ayuda a comprender la lógica interna de una zona de riesgo de desaparición y los caminos que llevan a ella.

Pero en el caso español la comparación permite entender la segregación, incluso la pérdida, no como un accidente derivado del desorden social de posguerra –con la consiguiente banalización de los hechos–, ni tampoco como una persecución, sino como un elemento estructural de las prácticas represivas del nuevo Estado. Estas prácticas fueron moralmente justificadas y argumentadas en una teoría social –la Segregación Total– creada en origen por el Ejército sublevado gracias a un instrumento institucional –el Instituto de Investigaciones Psicológicas, constituido en 1938 por mandato del general Francisco Franco en el telegrama 1565– y desarrollada posteriormente por las instituciones del Estado, su burocracia y un ordenamiento jurídico específico.

En Argentina, las desapariciones fueron resultado de practicar la guerra sucia contra aquellos que eran considerados incómodos para el régimen, bajo el nombre global de “izquierdistas” o “subversivos”. En España no. La pérdida y desaparición procedió del proyecto de purificación pública del país. Es decir, de la depuración que el Estado consideró necesario establecer con la división estructural entre vencedores y vencidos. Por tanto, la clandestinidad de las actuaciones argentinas no existió en España. Jamás hubo Centros Clandestinos de Detención; muy al contrario, fue el nuevo Estado quien efectuó la institucionalización del proceso legal, administrativo y burocrático que facilitó las deportaciones y pérdidas infantiles; y se mostró orgulloso de ello, presentándolo como un acto benéfico.

La violación de los derechos humanos en el caso español fue tan sistemática y exhaustiva, en tiempo de paz, como lo permitieron las posibilidades del Estado. Sus actos no fueron esporádicos, ocasionales o accidentales, sino deliberados y organizados legalmente, excepto en el caso de los raptos producidos en distintos países europeos por agentes del Servicio Exterior de Falange, donde sí tuvieron que actuar clandestinamente para efectuar el secuestro, según describe un sorprendente, exhaustivo y tremendo informe de dicha organización, fechado en 1949.

Los desaparecidos, en un contexto represor general, deben ser considerados como una categoría de “maltratados” que deja de tener presencia física o civil, ese es el caso argentino. Pero en el español, el elemento esencial, lo relevante y genuino, no fue la desaparición física o civil, sino la proscripción civil, la cual se mantendrá toda la vida: un hijo de rojo, un hospiciano del Auxilio Social o convento será siempre portador del estigma. El comandante psiquiatra AntonioVallejo Nágera lo describió de maravilla: “Y legarán a sus hijos un nombre infame: los que traicionan a la patria no pueden legar a la descendencia apellidos honrados”.

Por ese motivo la singularidad del caso español en ese asunto consiste en que el franquismo construyó una culpa pública e histórica, la redención de la cual tan sólo era posible sufriendo y participando en la obra del Estado, convertido en redentor con la inestimable, desinteresada e imprescindible ayuda de Dios.

Pero sí hay algo en común. El texto de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) concluye: “Despojados de su identidad y arrebatados a sus familiares, los niños desaparecidos constituyen y constituirán por largo tiempo una profunda herida abierta en nuestra sociedad. En ellos se ha golpeado a lo indefenso, lo vulnerable, lo inocente y se ha dado forma a una nueva modalidad de tormento”. Lo escribió Sábato en aquel informe, y eso sí puede escribirlo también cualquiera de nosotros.
Ricard Vinyes, historiador (en Público)

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