martes, 10 de julio de 2012

LA SOMBRA DEL DOCTOR FRANCIA

Si se quiere tejer una tela de colores homogéneos para representar la democracia y los procesos políticos en América Latina, nos encontraremos con que la primera en advertirnos de la diversidad de contrastes es la historia misma. Hay países que en medio de sus vicisitudes ganaron en el siglo veinte un buen grado de estabilidad democrática, basada en la fortaleza de las instituciones, como Uruguay, o Chile, y que tras cruentos períodos de dictadura volvieron a la vida ciudadana pacífica, basada en la alternancia y en el respeto a la ley, no importa que el presidente de la República sea en Uruguay el viejo guerrillero tupamaro José Mujica, que pasó años en la cárcel, o que la presidente anterior de Chile, Michele Bachelet, haya sido hija de un militar patriota asesinado por Pinochet, o que ella misma hubiera sido torturada junto con su madre por los militares golpistas.

No es el caso, sin embargo, de países como Bolivia, Nicaragua o Paraguay, donde la tradición democrática ha sido escasa, o nula, y donde los gobiernos civiles surgidos de la voluntad popular han sido esporádicos, raras flores en el páramo autoritario. Siendo así, el pasado vuelve a cobrar siempre sus viejas cuentas, y la democracia, como solía afirmar el viejo Somoza con acento cínico y paternal, no es sino un alimento de adultos, demasiado pesado para el estómago de un niño.

Paraguay es desde su independencia en 1811 parte de esa geografía de páramos autoritarios, dominado desde siempre por la figura del doctor José Gaspar Rodríguez, de Francia y Velasco, Supremo Dictador Perpetuo de la República, el célebre doctor Francia. El siempre poderoso Karaí Guazú, como se le llamaba en guaraní. En su novela Yo el Supremo, Augusto Roa Bastos lo ve como la gran sombra patriarcal que no termina de disolverse en la historia aunque pasen los años desde su muerte, cabalgando por las calles desiertas, frente a las casas cerradas a piedra y lodo, “bajo el enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que solo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata”.

El doctor Francia había convertido al Paraguay en un sepulcro cerrado para quienes vivían en su territorio, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero también sin enemigos del Estado, hacinados en los calabozos, o en los cementerios. Lo sucedió en el poder perpetuo su sobrino Carlos Antonio López. Tras su muerte en 1862, ese poder pasó a manos de su hijo, Francisco Solano López, disoluto aficionado a las faldas, premiado por su padre con las insignias de brigadier a los 18 años de edad, y elevado por sí mismo a mariscal.

En el primer cuarto del siglo veinte, el país tuvo 15 efímeros presidentes, hasta que regresó de nuevo la dictadura perpetua con el general Alfredo Stroessner, que se mantuvo en el mando por 35 años seguidos, de 1954 a 1989, en nombre del partido Colorado, un verdadero partido único que llegó a gobernar por 61 años. Y el Paraguay conserva su misma raíz feudal desde los tiempos del doctor Francia.

A comienzos del siglo veinte, 79 personas poseían la mitad de la tierra, mientras campeaban la marginalidad, el atraso y el analfabetismo, que cubría al 80 por ciento de la población. Esta situación ha cambiado poco hasta ahora. Y cambiarla fue la bandera con que el antiguo obispo Fernando Lugo llegó al gobierno en 2008, democráticamente electo, una rareza en la historia paraguaya, y más rareza aún que fuera el primer presidente que desde la independencia recibiera la banda presidencial como candidato de la oposición, derrotando al sempiterno partido Colorado.

Cuando el “Obispo de los pobres” asume la Presidencia, lo hace con el respaldo del 84 por ciento de la población, precisamente porque ha despertado grandes esperanzas de cambio, sobre todo en cuanto al régimen feudal de la tierra. El Paraguay ha tenido en tiempos recientes altas tasas de crecimiento anual, pero las obsoletas estructuras económicas, y sobre todo agrarias, siguen haciendo que las grandes masas indígenas y campesinas lleven una vida marginal. De acuerdo con una encuesta muy reciente de Latinobarómetro, la abrumadora mayoría de la población sigue creyendo que la riqueza está mal distribuida en Paraguay: solo el 22 por ciento piensa que esa distribución es justa, mientras las instituciones son juzgadas con desconfianza en cuanto a su legitimidad: en 2011 solo un 31 por ciento confiaba en el parlamento, y un 23 por ciento confiaba en el sistema judicial.

Sin poder solucionar ninguno de esos problemas estructurales, la confianza en el presidente Lugo había bajado a 37 por ciento al momento de su derrocamiento. Debió enfrentarse con disensiones dentro de la propia alianza que lo llevó al poder, con los reclamos urgentes de cambios sociales que no tenía la posibilidad de resolver, con el rechazo conspirativo de sectores conservadores de la sociedad, y su imagen sufrió mengua frente a los continuos escándalos de reclamos de paternidad por parte de mujeres que habían sido sus amantes en sus tiempos de obispo, unos de esos reclamos verdaderos, otros falsos.

El problema agrario no resuelto, que superó las capacidades del presidente Lugo, fue precisamente el que dio al traste con él, cuando la policía se enfrentó a balazos con campesinos que reclamaban tierras en un latifundio de la frontera con Brasil, propiedad del terrateniente más grande del país, Blas Riquelme, íntimo asociado de Stroessner, con muertos y heridos de ambas partes. Lugo respaldó la acción policial, y todos esos muertos fueron a dar a su cuenta, juzgado sumariamente, y destituido sin oportunidad de defensa.

Se sometió primero al fallo del Senado, que lo destituyó, y luego rechazó ese fallo cuando ya era muy tarde. Ahora su figura que fue tan atractiva, un antiguo obispo católico llegado a la Presidencia en nombre de los pobres, se disuelve no solo en su propia impotencia para cumplir con las esperanzas de un país que aún espera por el mañana, sino también en la impotencia de las instituciones, y en la impotencia del sistema democrático mismo para librarse de la sombra ominosa del doctor Francia.

Sergio Ramírez, escritor y ex-vicepresidente de Nicaragua

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