domingo, 6 de octubre de 2013

COLOMBIA:PROCESO DE PAZ Y MOVIMIENTOS SOCIALES

El 6 de diciembre de 1928 unos cinco mil huelguistas que trabajaban en las plantaciones bananeras de la United Fruit Company se concentraron en la plaza del municipio colombiano de Ciénaga para negociar los nueve puntos que exigían a la empresa. Contaban con el apoyo masivo de la población y hasta del alcalde de la ciudad situada a orillas del Caribe. Soldados al mando del general Cortés Vargas, dispararon provocando la muerte de por lo menos 300 huelguistas.
La «masacre de las bananeras», relatada entre otros por Gabriel García Márquez en «Cien años de soledad», fue justificada por el comandante porque barcos estadounidenses estaban cerca de las costas colombianas listos a desembarcar tropas para defender los intereses de la United Fruit Company. En realidad la masacre fue una advertencia a los trabajadores para que no reclamaran derechos laborales.
Jorge Eliécer Gaitán era senador liberal cuando se produjo la masacre, acudió a Ciénaga a investigar los hechos y generó un fuerte debate en el parlamento. Años después fundó la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, fue alcalde de Bogotá y presidente de la Cámara de representantes. Estaba en camino de convertirse en presidente por el Partido Liberal cuando fue asesinado el 9 de abril de 1948. Su muerte disparó la guerra civil entre conservadores y liberales conocida como «La Violencia», que provocó la muerte de 300.000 personas y la migración de dos millones, casi el 20% de los colombianos, y fue el origen de las guerrillas de los sesenta.
El campesino liberal Pedro Antonio Marín tenía 18 años el día que mataron a Gaitán y se escapó a la montaña para evitar ser asesinado por los «godos» (así llamaban a los conservadores), donde con los años se convirtió en Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, participó en las autodefensas campesinas y luego en la fundación de las FARC.
Tanto la «masacre de las bananeras» como el asesinato de Gaitán y las guerras posteriores, se inscriben en el marco de la lucha por la tierra en un país controlado por la oligarquía terrateniente desde su independencia de la corona española. A diferencia de los demás países de la región, en Colombia nunca hubo reforma agraria ni proceso de industrialización ni, por lo tanto, ruptura con el poder oligárquico.
Tras cinco décadas de guerra y en medio del proceso de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, el problema de la tierra reapareció de forma inesperada a través de un nuevo y potente movimiento campesino. El 19 de agosto comenzó el «paro agrario nacional» que movilizó a miles de campesinos en todo el país y confluyó con las demandas de camioneros, cafeteros, pequeños y medianos mineros y productores de alimentos que atraviesan una profunda crisis que los está forzando a abandonar tierras y cultivos que han sostenido con mucho esfuerzo.
Lo nuevo no es sólo la confluencia de demandas y protestas sino también la articulación de actores a través de la Mesa Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdos (MIA). Sectores que habitualmente no tienen vínculos ni relaciones fluidas, fueron capaces de acordar demandas y establecer jornadas de protesta comunes.
La respuesta inicial del Gobierno fue la represión: doce muertos, cuatro desaparecidos, 660 casos de violaciones de derechos humanos, 262 detenciones arbitrarias, 485 heridos y 21 por armas de fuego, 52 casos de amenazas y hostigamiento a dirigentes sociales y 51 ataques indiscriminados a la población. La persistencia de la movilización a lo largo de casi cuatro semanas y la inutilidad de la represión para detenerla, convencieron al presidente de la necesidad de negociar un «Pacto Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural» puesto en escena el 12 de setiembre que no incluyó a todos los protagonistas. Antes de dar ese paso, Santos se vio forzado a reestructurar su Gabinete, lo que revela la profundidad del impacto que tuvieron las movilizaciones sociales, las mayores que conoció Colombia en varias décadas.
El Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado entre Colombia y Estados Unidos está en la base de los problemas que afectan a los campesinos. Están vendiendo lo que producen muy por debajo de los costos: producir cien kilos de papa cuesta 70.000 a 75.000 pesos y la venden a 25.000. La cebolla se vende a 10.000l pesos pero su costo es de 65.000. Se están endeudando y muchos ya vendieron sus viviendas y tierras para sobrevivir.
Los movimientos comenzaron en febrero con la protesta de 130.000 caficultores, un serio aviso no tenido en cuenta por el gobierno. Además de los campesinos productores de alimentos, en agosto se sumaron los pequeños mineros desplazados por la gran minería, los camioneros y sectores urbanos como estudiantes, docentes y trabajadores de la salud.
El TLC permite la importación de productos agrícolas subsidiados y establece normas de propiedad intelectual injustas que impiden a los agricultores utilizar sus semillas para futuras cosechas. El documental «9.70» de la realizadora Victoria Solano, que se puede ver en youtube, explica cómo la resolución 970 aprobada en la firma del TLC, llevó a que se incautaran y destruyeran toneladas de arroz de campesinos en el municipio de Campoalegre (Huila) para que no lo puedan utilizar para la próxima siembra.
«Le Monde Diplomatique» edición Colombia apunta en su edición de setiembre que desde 1990 en que se produjo la apertura económica, la producción de maíz cayó de 700.000 a 200.000 hectáreas; el trigo de 60.000 a sólo cinco mil; el arroz de riego de 330.000 a 140.000 hectáreas; desde 2010 la papa cayó de 150.000 a 90.000 hectáreas y el frijol se redujo a la mitad. Nadie puede dudar de la profunda crisis que afecta a las familias campesinas.
A las graves consecuencias del TLC se suma la concentración y el acaparamiento de tierras por la vieja oligarquía y sus actuales aliados, narcotraficantes y paramilitares. La guerra provoco el despojo y traspaso de tierras ya cultivadas por los campesinos desplazados por la fuerza. Son casi cinco millones de desplazados que dejaron atrás seis millones de hectáreas que fueron usurpadas por terratenientes. En total, como asegura el economista Héctor Mondragón, «más de 16 millones de hectáreas aptas para la agricultura están desperdiciadas en manos de grandes propietarios, ocasionando que Colombia tenga los precios más altos de la tierra en toda América Latina» (Caja de Herramientas, 5 de setiembre de 2013).
La tierra fue la causa de una guerra que, según se mire, dura cinco décadas desde el nacimiento de la guerrilla comunista de las FARC, o casi un siglo desde que la multinacional estadounidense explotaba decenas de miles de obreros en sus fincas de banano. O dos siglos, desde que las familias que fundaron el país se hicieron con el poder sobre la tierra y los campesinos.
El presidente Santos pertenece a esa estirpe. Su árbol genealógico se remonta a los albores de la independencia y su familia (propietaria de «El Tiempo», diario del poder político) cuenta con destacados periodistas, abogados, ministros y un presidente (Eduardo Santos, 1938-1942). Lo que diferencia al actual presidente de la dinastía de la que procede, es que encarna la vieja tradición oligárquica pero fusionada con los nuevos intereses empresariales y financieros que llevaron a la firma del TLC. Ese sector está buscando una paz que consolide un poder que seguirá dejando al margen a los campesinos, que siguen siendo más del 30% de la población de Colombia. Ahora el movimiento campesino mostró al país los límites de la paz que están pergeñando.
Raúl Zilbechi

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