miércoles, 8 de octubre de 2014

VIOLENCIA SEXUAL EN LA UNIVERSIDAD

Una de cada cinco mujeres universitarias va a sufrir o ha sufrido una agresión sexual en el campus de su universidad.
Esta alarmante cifra no está sacada de ningún país tercermundista, ni en ninguno  anclado en costumbres medievales,  está sacada de un informe sobre violencia sexual en las universidades de Estados Unidos.  Aún más, no se está refiriendo solo a universidades de la América profunda ,  sino que engloba a las más prestigiosas universidades del mundo donde,  a modo de ejemplo, en 2013 Yale acordó con el Departamento de Justicia pagar 165.000 dólares como multa por no haber revelado el número  de violaciones cometidas en su campus.
Hasta ahora un verdadero complot de silencio  daba cobijo a este tipo de prácticas. En ocasiones las víctimas no denunciaban (nueve de cada diez conocían a su agresor e incluso habían mantenido algún tipo de relación con él); otras veces era la propia institución la que aconsejaba e incluso presionaba a las mujeres para no denunciar argumentando  el prestigio de la Universidad, o la necesidad de generar ingresos para la institución, o que la  fama entre su futuro alumnado podía verse seriamente comprometido, o la repercusión  que la denuncia  podía hacerle a un estudiante brillante o muy conocido, etc  
Tampoco eran mejor tratadas si la denuncia era fuera de la universidad.  El informe llama la atención sobre los prejuicios de la policía a la hora de admitir a trámite las escasas denuncias que se presentan. “Creen que la mayoría de las demandas son falsas o que solo dicen la verdad las víctimas que presentan heridas físicas”, constata el texto. La recriminación se eleva al ámbito judicial donde, de acuerdo con el estudio, los jueces y fiscales “se muestran reacios a asumir casos de violaciones en la universidad”.
La toma de conciencia de muchas de las víctimas de que no podían seguir callando y sufriendo en silencio las secuelas de las agresiones ha llevado a muchas de ellas a organizarse, a ofrecer un espacio de acogida y apoyo a otras víctimas, a dar información y a  sensibilizar a la comunidad universitaria sobre el problema y, por supuesto,  a denunciar.  El hecho de que  más del 55% del alumnado universitario sea ya femenino habrá tenido algo que ver en el cambio de perspectiva. También grupos de profesores han comprendido que el prestigio de una Universidad no solo está en la calidad de sus investigaciones sino en el respeto de los derechos humanos y que la impunidad de estas agresiones nos retrata y nos daña como sociedad y se han manifestado pidiendo tolerancia cero. 
La elaboración de este informe que,  además de reflejar datos y explicar algunos de los fenómenos y comportamientos  propone medidas a seguir en todos los estamentos,  puede suponer un punto de inflexión en la manera de entender y abordar esta lacra. Pero hace falta mucho más que un informe para cambiar la cultura política y social que subyace  y sustenta esta situación. Es necesaria una subversión de la escala de valores social, el replanteamiento de  la distribución y gestión del poder y la realización de una auténtica política de  igualdad.

Ana Ansa

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