sábado, 3 de marzo de 2018

LA ÚLTIMA CARLISTADA

¿Sobre qué discutió la sociedad navarra en 2017? Sobre la estafa de la UAGN, sobre el fiasco de Osasuna… y sobre el carlismo. Las páginas de opinión de la prensa y de los blogs se llenaron de dimes y diretes a cuenta de este movimiento histórico, sin apenas representación política en la actualidad, pero que ha impregnado durante dos siglos la escena política. El motivo: el reconocimiento de la responsabilidad del carlismo en los crímenes del golpe de 1936 que en Navarra, sin ser frente de guerra, provocó el asesinato de más de 3.400 inocentes. Para comprender la pasión con la que se discute hay que ser conscientes de que, como recuerda el editor José Mari Esparza, “raro es el paisano de humilde cuna al que rasques la cabeza y no le salga la boina roja”. Y de alta cuna, habría que añadir.
El carlismo ha sido un movimiento seminal de la política vasco-navarra de cuyas raíces populistas al modo peronista se nutren tendencias dispares, tanto el regionalismo españolista de UPN como las diversas ramas del nacionalismo vasco. Sergio del Molino, en La España vacía, lo caracteriza como una de las más persistentes tendencias antiurbanas de Europa y una suerte de insurgencia yihadista del catolicismo. Pero la cuestión no es la constatación del troquel carlista en el inmovilismo y el atraso español, sino si su alianza con el franquismo y su participación en los crímenes de la Guerra Civil determinan su esencia reaccionaria y lo condenan a un rincón de la Historia.
En esta tesitura, el carlismo de derechas sigue la senda negacionista —como ha demostrado su defensa del panteón carlista del Monumento a los Caídos de Pamplona—, y el de izquierdas ha optado por relativizarlo, señalando que este error no invalida su carácter popular como movimiento histórico. En este sentido, cierta historiografía todavía apela a la célebre cita de Marx: “El tradicionalismo carlista tenía unas bases auténticamente populares y nacionales de campesinos, pequeños hidalgos y clero. En tanto que el liberalismo estaba encarnado en el militarismo, el capitalismo (las nuevas clases de comerciantes y especuladores), la aristocracia latifundista y los intelectuales secularizados”. Una cita que —según el jurista y escritor Miguel Izu— es completamente apócrifa. Por otra parte, y para otros historiadores, la ideología fuerista del carlismo que encarnan lemas como “Jaungoikoa eta Foruak” (“dios y fueros”) parece más un mito propagado por las élites caciquiles e integristas que lo dirigían que una convicción funcional.
En cualquier caso, el detonante de la última polémica en torno al carlismo fue la renovación de los contenidos y del Consejo Asesor del Museo del Carlismo de Lizarra, del cual forman parte entidades como la Comunión Tradicionalista Carlista, que le resta credibilidad científica. A las denuncias de Izquierda-Ezkerra en el Parlamento navarro se sumaron las combativas intervenciones del Ateneo Basilio Lacort, para el cual “el carlismo no tiene cura” y, por tanto, “quien quiera un museo que se lo pague”. 
¿Qué papel puede tener cierta museografía, como el Museo del Carlismo de Lizarra y el Museo de Tabar, como legitimación del negacionismo carlista?
Desde 2010, el restaurado Palacio del Gobernador alberga el Museo del Carlismo, institución pública apoyada en su día por todo el Parlamento navarro. Un museo que, aun enclavado en la rúa principal de una villa atravesada por el turístico Camino de Santiago, resulta paradójicamente desolado: hay más guardias de seguridad que visitantes. En la primera planta, una suerte de “centro de interpretación” cronológico despliega una serie de vistosos paneles divulgativos —como el que en un alarde kitsch dibuja una gran Cruz de Borgoña— que no pueden disimular la escasez de piezas relevantes. Esta mirada superficial, repleta de lugares comunes, concluye curiosamente en 1939.
Más relevante resulta la exposición temporal en la planta baja “Montejurra. La montaña sagrada”, comisariada por el historiador Manuel Martorell, que se sirve del motivo de esta emblemática montaña para ofrecernos su interpretación de la trayectoria final del carlismo. Un montaje profesional que no ha escatimado en medios y que presenta una rica iconografía. Como decía Baudrillard, “una ligera manipulación de las apariencias” domina la realidad de los hechos, ya que los comentarios y pies de foto sancionan el otro mito del carlismo: su activismo como movimiento antifranquista al uso. Como demuestran las imágenes de los incidentes de 1976 —en los que hubo dos asesinatos—, el franquismo reprimió al carlismo levantisco durante la posguerra, pero no por considerarlo una oposición contestataria, sino por ser una de las familias del régimen a la cual, como al falangismo, le iban a ser negadas sus aspiraciones. Cuando en esa misma zona todavía se exhuman cadáveres en cunetas, cualquier disputa interna entre clanes franquistas, y por tanto cualquier tesis de aroma victimista, tiene poca credibilidad.
Al este de la Zona Media, a unos pocos kilómetros de Lumbier, se encuentra el pequeño Museo de Tabar, una fundación del Marqués de Jaureguizar, cuyo hijo y presidente de la entidad fue detenido en 2010 por robar una placa de la Diputación de Gipuzkoa. La cicerone es un ama de llaves con prisa que introduce al visitante en una casa de piedra vista del siglo XVII. Su oscuro y húmedo interior contiene un abigarrado conjunto de piezas sin referencias —“el Gobierno ya no da subvenciones” (lejos quedan los 11.000 euros del Ejecutivo anterior)—: cuadros y bustos, bayonetas y armaduras, uniformes de las primeras guerras carlistas, hasta la misma espada que mató a Pizarro. Lamentablemente, la sala dedicada a la Guerra Civil permanece cerrada a cal y canto. Al respecto, una página web ultraderechista anuncia en medio de una variada parafernalia fascista la “más rica colección de banderas del Requeté, navarro o no, del mundo”.
¿Es significativa la doble coincidencia de que tanto en el museo particular como en el público se obvie la participación del carlismo en los crímenes del 36 e, igualmente, la expresa prohibición —tajante y sin mayores explicaciones— de realizar fotografías de su interior? La complicidad del carlismo con los crímenes franquistas ha sido eliminada y lo que permanece —los testimonios de su complicidad ideológica— o no puede verse o, si está a la vista, no puede fotografiarse. Lo único que cabe registrar gráficamente son los muñequitos uniformados para ambientar dioramas. En plena era del selfie, museos con esta falta de transparencia, más que otra cosa, solo pueden evidenciar lo que ocultan.
El escritor Floren Aoiz señala que “el recuerdo del carlismo pone sobre la mesa la vieja cuestión de la capacidad de los vencidos para vencer la batalla de la memoria”. Pero el carlismo sí venció en el 36, aunque perdiera la posguerra, anulado por una dictadura militar que finalmente apostó por su pervivencia a través de otra rama dinástica de los Borbones. El fantasma del carlismo sigue recorriendo Navarra como un viejo sudista, cada vez más desdibujado y menos romántico, intentando levantar un último bastión. Mientras un puñado de nostálgicos emprenden cada mayo, en romería, la ascensión a Montejurra, la última carlistada —la batalla por el relato de un pasado inconfesable— ha cavado su trinchera museográfica al pie del monte, a la espera de que el tiempo derrote sus silencios. 

Jon Artza, en elsaltodiario.com

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